Hace ya diez años que Enrique Angulo Montoya tiene un solo trabajo: poner y quitar el agua a toda la ciudad de Santiago de Cuba.
Jefe de Brigada del Tanque La Cuava, en las afueras de Santiago, tiene bajo su mando a otros cuatro operadores. Ellos son los valvulistas de Quintero, los hombres que, a mano, controlan las presiones y el abasto de agua de la segunda ciudad más importante de Cuba.
En la caseta que funciona como puesto de mando de la brigada no se toman decisiones, explica Enrique. Su trabajo es ejecutar las órdenes que llegan desde la Sala de Despacho, el sitio que funciona como cerebro de la red hidráulica de la ciudad y desde donde se monitorean las presiones para evitar roturas en las redes.
En turnos continuos de 12 horas los valvulistas de Quintero se reparten el trabajo. Cada uno de ellos debe conocer las cinco llaves (válvulas) maestras y las zonas que abastecen. Para eso, antes de comenzar a trabajar, un aspirante a valvulista acompaña a cada uno de los operadores de la brigada en un turno de trabajo. El quinto y último turno lo hará con Enrique, será él quien decida si está listo para hacerse cargo, solo, del agua que necesita la ciudad.
Parte del trabajo es estar alerta y comunicados todo el tiempo, dice. Él no se separa del walkie-talkie. Si por casualidad no lo localizan de inmediato, basta con llegar hasta su casa, a menos de 200 metros de la caseta de Quintero, para obtener razones de su paradero.
Enrique cuenta que, tras una década, ha visto todo lo que se puede ver en este trabajo, principalmente roturas y sequías. La peor época de todas fue hace cerca de cinco años, cuando se reparó la red hidráulica de la ciudad. “Era un infierno. No se sabía para dónde o cómo se iba a dar el agua. Había que trabajar a base de pipas”.
Por lo menos, tenían agua. Porque lo más complicado es repartir cuando no tienen. Ahora no hay problemas con el abasto y los ciclos son estables (cuatro o cinco días), pero durante la sequía de 2017 se hicieron mucho más largos, a veces más del doble del tiempo habitual.
En los tanques de Quintero no hay fines de semana. Todos los días son ajetreados. Después de que se abren las válvulas centrales de 900 milímetros, comienza la verdadera faena: en una rutina meticulosamente coreografiada en la cual Enrique y su gente son apenas el inicio, los otros valvulistas de la empresa Aguas de Santiago van abriendo y cerrando las llaves de acceso en los diferentes circuitos de la ciudad.
“Es cierto que la Sala es la que manda, pero es aquí manualmente donde se abren las llaves de la ciudad”, dice con una mirada de orgullo que no consigue ocultar. Cuando reciben los datos, vuelta tras vuelta de la inmensa rueda, son ellos quienes tienen el poder real de controlar el agua. Enrique lo sabe perfectamente.