Allá en el Distrito José Martí, al noroeste de la ciudad de Santiago de Cuba, hay una ley no escrita: usted necesita un tanque de agua grande si quiere vivir en una zona donde el abastecimiento del líquido es cada ocho días. Preferiblemente, dos.

Cuando Alina Sierra se mudó allá hace cinco años, ya sabía lo que sucedía y puso las prioridades hogareñas en orden. Lo primero que instaló en su nueva casa de la Agrupación G fue un tanque elevado.

El Distrito, como lo conocen todos, es un barrio diseñado para ser funcional, no para destacar por su belleza. Bien podría ser la versión santiaguera de Alamar: una ciudad dormitorio, alejada del centro urbano y con la peor estética de la arquitectura soviética, poco más que un inmenso gavetero de concreto para almacenar personas.

Hace algunos años ya –antes de que Alina se mudara– por indicación del Instituto de Planificación Física (IPF), los tanques elevados en las azoteas de los bloques de apartamentos desaparecieron. Los salideros empeoraban las filtraciones en los techos y la solución que encontraron fue, como siempre, deshacerse del sofá. Sin cisternas amplias para los edificios, y con un ciclo de abasto de agua de ocho días –cuando no hay sequías o roturas–, la gente del Distrito hizo lo único que podía: instalar tanques por su cuenta.

Claro que para eso también hubo requerimientos. Los tanques debían estar al menos a tres metros de las paredes de los edificios y nunca al frente de estos. Esa fue la orientación, pero la necesidad de almacenar agua y la falta de soluciones viables y económicas fueron sembrando los jardines frontales del Distrito con una variopinta gama de tanques que desafían las orientaciones del IPF.

Alina corrió con suerte. Su edificio tenía espacio al fondo y no necesitó plantar su tanque en la entrada de su apartamento. Además, vivir en el primer piso la convierte en privilegiada. En el Distrito los vecinos pueden calcular los días en que deben recibir agua, pero el horario solo pueden saberlo vigilando constantemente las llaves. Puede llegar en la mañana, la noche o la madrugada. Lo único cierto es que toda la agrupación cobra vida en ese momento.

Los primeros en notar que el agua llegó serán los del primer piso y avisarán al resto de sus vecinos. Luego –sin importar la hora– comenzará la faena de lavar, limpiar y llenar todos los tanques y cacharros que puedan almacenar agua. La gente de los bajos, como Alina, serán los primeros en abastecerse. Después, cuando la presión de agua suba el líquido llegará al quinto piso. Por ejemplo, si a Alina le llega a las 9.00 am, a sus vecinos del quinto piso les llegará pasado el mediodía.

En cinco años, la peor crisis con el agua que ha vivido Alina en el Distrito fue la de 2017, en el pico de la sequía que sacó de servicio a Presa Parada –la principal fuente de abasto de Santiago de Cuba– y alargó el ciclo hasta los 15 días. Desde entonces ella vive con la zozobra del agua, dice; siempre atenta para que las llaves no se queden demasiado tiempo abiertas, siempre pendiente de cualquier fuga que pueda dejarla sin agua en el tanque elevado.

Tras aquella experiencia tomó otra resolución. Para evitar que otra seca la sorprenda, su próximo paso será construir una cisterna. Sacó sus cuentas y la hará pequeña, lo suficiente para que abastezca el apartamento donde viven también su hija y su nieto. Con esa inversión espera poder quitarse de la cabeza el problema del agua de una vez y por todas. Cuando la termine ya podrá pensar en otros arreglos para la casita.