Cuando Carmen tenía 13 años su casa fue tiroteada dos veces. Era 1958 y la habían denunciado por colaborar con el Ejército Rebelde.
Su padre, Miguel Fernández, tenía una finca de 315 hectáreas llamada La Reynosa que dedicaba a la cría de ganado. Había levantado toda aquella prosperidad partiendo de la nada, en la carretera de Santiago de Cuba a Guamá. Carmen hacía mantequilla y queso para los rebeldes. Miguel ayudaba con medicinas y leche y carne.
Carmen ahora tiene 72: raro brillo en los ojos; el pelo, un halo blanco en la cabeza. Esta mañana estuvo en el potrero y seguirá yendo mientras tenga fuerza. Alrededor nuestro está La Reynosa: la misma casa antigua, 13 hectáreas de tierra de su padre que consiguió Carmen en usufructo, en 2006, y el potrero que atiende su hijo Yurin, de 44 años.
El resto de La Reynosa fue intervenido por el Instituto Nacional de Reforma Agraria en 1963, y es terreno ocioso.
Según Carmen, a Miguel le dejaron dos vacas y un caballo. Falleció en 1975 y, desde entonces, a ella le ha costado hacer progresar la finca, sobre todo porque desde hace años apenas llueve. En temporada seca a Yurin le toca hacer malabares para la comida de los animales: racionar el forraje, caminar Santiago a ver quién le vende, alimentarlos con una sustancia que se hace con desechos de caña.
Mientras Yurin está lejos, Carmen se encarga: ordeña a las cinco de la mañana, empieza a pastorear sobre las siete y regresa en la tarde. Así han logrado 60 reses y 40 ovejos. También han logrado, en tiempos de seca, que no les baje a menos de 25 litros diarios la entrega de leche que, en tiempos buenos, mantienen en 40.
“Ahora estoy pidiendo otras cuatro caballerías en usufructo”, dice Carmen: 54 hectáreas de tierra que fue de su padre: una nada imponente por reformar.