Diecisiete casas en una montaña y Luis siempre caminándolas despacio, a bastón, observándolas. Luis y las casas tienen esa sombra de las cosas con polvo. Él está obsesionado con la lluvia desde que cae poca en Arroyo Llano, un caserío a más de 300 metros de altura, en la Sierra Maestra. Luis repite: “Yo arrancaba la raíz desnuda en los cafetales, la sembraba y no fallaba una mata. Pero llovía. Ahora ya no llueve”.

Él nació en esta zona. Tiene 76 años y ayudó a construir Arroyo Llano a principios de los ochenta. Tenían 200 reses, 200 ovejos, 22 mulos, y había fechas en que recogían 10 000 latas de café. Pero llegó la seca y, con ella, la poquedad. Las reses, por ejemplo, murieron a montones. Había cadáveres entre las cercas. Los amigos de Luis se fueron yendo, y las 10 000 latas ya no pasan de 2 000.

—Esto está en decadencia. No es como en el llano, que al ganado le sobra la comida. Aquí estamos esperando a si llueve, para que salga hierba.

Su vida: la agricultura. Empezó a trabajar con siete años. Luis sabe, por ejemplo, que el plátano burro se siembra en primavera: marzo, abril, mayo, junio, porque en noviembre viene el viento norte y lo castiga, la mata no crece. Luis, como casi todo Arroyo Llano, se apellida Rosales. Todos esos Rosales son familia. Menciona su matrimonio de 45 años, menciona par de hijos, cuatro nietos, una bisnieta…

—No tenemos regadío. Todo es a base de la naturaleza. Tú ves algún regadío en el llano, allá abajo, pero parece que nosotros no tenemos derecho a producir.